domingo, 21 de octubre de 2012

Jesús Ferrero, once años después

Un domingo de octubre de hace once años mi padre me acompañó a tomar el tren Goya para París, adonde iba a estudiar por un año.  No sé muy bien quién era yo por entonces, pero sí recuerdo llevar conmigo una imagen mental de mi ídolo de juventud, Henry Miller, paseando en sombrero y gabardina por la orilla del Sena. Desconozco el origen de esa imagen, de hecho ni siquiera tengo claro que  Miller usara sombrero y gabardina ni que le gustara pasear, pero sí tenía claro que se había hinchado a follar en París, y quizás eso es lo que me había llevado a estar ese domingo en el andén del tren Goya.  Avanzando por el andén nos cruzamos con un tipo que vestía sombrero y gabardina negras, y mi padre me dijo que era Jesús Ferrero. La afirmación me resultó chocante (por eso la recuerdo) porque jamás me había hablado de él. De hecho, su nombre sólo me sonaba por un ejemplar de "Opium" que había visto en la librería de casa y que nunca me digné a abrir: por entonces era un joven airado que mantenía un severo veto a los autores españoles contemporáneos (quizás porque en sus libros no se follaba lo suficiente).

De todo esto me he acordado porque, aunque el veto caducó hace mucho, no había leído nada de Jesús Ferrero hasta ayer mismo, cuando me encontré con un artículo suyo en la prensa. Será porque el artículo no tiene nada que ver con la deprimente actualidad, pero el caso es que me ha gustado bastante. En él, Ferrero nos cuenta que los escritores se dividen en dos grupos. El primero es el de los que están en este mundo, que interactúan con la realidad e incluso aspiran a moldearla: el ejemplo extremo es el de Churchill (del que cuenta una simpática - y verosímil - anécdota falsa). El segundo es el de los que viven en su torre de marfil y que tienen una relación mucho más modesta con la realidad, conscientes de que no hay nada que hacer al respecto.  Yo creo que la distinción vale también para los que no somos escritores, aunque yo mismo no tengo muy claro en qué mundo vivo: quizás haya por ahí alguien que lo sepa, como (según Ferrero) lo sabe Carmen Balcells de los escritores a los que representa.  

Volviendo al tren Goya, no me crucé con Jesús Ferrero en todo el trayecto, aunque probablemente era lo que más me hubiera apetecido: para hablar de Miller, de París, de sombreros y de gabardinas. Me tocó compartir camarote con un prototípico señor de pueblo español, con el que conversé a ratos y del que sólo recuerdo que llevaba su maleta atada con una cuerda. De la conversación no recuerdo nada, probablemente porque no entendí nada de lo que me dijo: cómo iba a hacerlo, si eramos habitantes de dos mundos distintos. Y ya sabemos lo complicada que es la comunicación interplanetaria.