Las dos diminutas señoras que se
cuelan con calculada indiferencia en la gigantesca cola que se ha
montado en el control de seguridad de Linate, famoso en el mundo
entero por su lentitud. La señora irlandesa que engulle con
resignación una pizza en la zona de embarque y me cuenta su viaje
por enclaves medievales de la Europa continental y lo aburrida que ha acabado de esos dichosos monjes copistas, que muy creativos
no debían de ser. El caballero africano de aristocrático porte con
el que coincido en la conexión entre terminales, con sus gafas y su
sombrero cilíndrico y su túnica blanca y plateada, como el vello de
sus nudillos. La oronda india de clarísima piel cobriza y manos
decoradas con henna que me hace preguntas sobre mi trabajo en
el control de seguridad de Heathrow y que me dice que ha estado en
Madrid, a lo que no sé qué contestar porque no sé si está
aplicando el procedimiento estándar para averiguar si soy un
terrorista o si está coqueteando conmigo. Las personas con las que
coincido en el gigantesco salón de espera y que me
ayudan a matar el tiempo intentando adivinar si compartirán salto transatlántico conmigo o no (acerté con una cuantas: el uso de chándal o de
chanclas resulta ser un criterio bastante eficaz). El oficial de
inmigración que pese a mi pasaporte me toma por italiano y me dice
que su familia es de origen siciliano y que las playas de Sicilia son
pésimas, no como las que hay cerca de Pisa (!)....
De todos ellos me habría olvidado ya
si no los hubiera puesto aquí por escrito.