domingo, 15 de diciembre de 2013

La mafia mata sólo en verano

Se escapaba 2013 y yo estaba perdiendo la fe en el cine. Quizás les parecerá un modo un tanto efectista de empezar una entrada, pero verán que no lo es tanto. Repasemos los últimos acontecimientos:

Hace unas semanas fui a ver la aclamada Gravity y qué quieren que les diga: no sé si sería por el doblaje (algún día hablaremos de las veces que he tenido que aguantar la murga de "pero si la escuela de dobladores italianos es famosa en el mundo entero") pero fui incapaz de creerme a la protagonista, Sandra Bullock, y por extensión de atisbar las profundas corrientes sentimentales que al parecer recorren la película. A lo más que llegué fue a apreciar algunos aspectos superficiales, como su espectacular inicio y lo bien que le sientan la ingravidez y los shorts a la Bullock. Esto habría podido ser suficiente en una temporada en la que la cosecha cinematográfica estaba siendo endeble, pero tratándose del fenómeno cinematográfico del año no pude evitar sentirme decepcionado. Pero el hecho que casi dio la puntilla a mi tambaleante fe en el séptimo arte fue saber que "La Grande Bellezza" había ganado el premio a la mejor película en los recientes premios del cine europeo. "La Grande Bellezza", hay que decirlo, es como "La Dolce Vita" si multiplicamos por diez sus (ya nada desdeñables) pretensiones intelectuales mientras la despojamos de todo su encanto, algo que casi se logra sustituyendo al insuperable Mastroianni por el insoportablemente virtuoso Tony Servillo, que no puede estar más pieno di se durante todo el metraje. El resultado es un mejunje francamente infumable, y la noticia me hizo temer seriamente por la salud del cine europeo en su conjunto.

En fin, que poco menos que estaba decretando solemnemente la muerte del noble arte de Kubrick en 2013 cuando ayer F. (¡a la que no elogiamos lo suficiente en este blog!) me sugirió que fuéramos a ver "La mafia uccide solo d'estate", de la que había leído buenas críticas, incluida una de Saviano. Y, amigos, saltó la liebre. Dirigida por Pierfrancesco Diliberto (que por motivos que escapan nuestra comprensión se hace llamar "Pif") nos cuenta la historia de amor entre dos jóvenes en Palermo a lo largo de los años 70-80 con un gran sentido del humor, algo que tiene un mérito indudable porque es una historia marcada (como la vida de tantos palermitanos) por el sangriento Totò Riina.

Viendo la película se operó además un curioso efecto. Últimamente estaba abrigando la sospecha de que una obra de ficción sólo podía atraparme si el autor había planificado todo con la minuciosidad suficiente como para que no sean visibles las costuras (pienso en "Amour" de Haneke; pienso en el epílogo de "Il Nome della Rosa", donde Eco explica la preparación de su estupenda novela). Sin embargo en esta película no sólo se ven las costuras, sino auténticos costurones (por ejemplo, el niño -¡cuidado con ellos, que diría Hitchcock!- protagonista no imita a Andreotti, sino a Toni Servillo interpretando a Andreotti). Y sin embargo, logró conmoverme, quizás por la simpatía de los actores, o por el encantador acento siciliano (¡el que le puso el doblador italiano a Lancaster en "Il Gattopardo"!), o por el fresco e ingenuo sentido del humor... o porque esta película, pese a su ligereza, supone un emocionado recuerdo de muchos de los que dieron su vida en Palermo defendiendo la Ley, esa imperfecta red invisible que nos protege de bárbaros como Riina (lo que a su vez me hizo pensar en lo que ha ocurrido y ocurre en España...). Pero bueno, mejor dejarlo aquí, que un blog como éste debería tener un entrada ligera de vez en cuando. Vayan a ver "La mafia uccide solo d'estate" cuando la pasen por sus pantallas, no se arrepentirán.



viernes, 6 de diciembre de 2013

Un buen día para recordar unas cuantas cosas

Creo que es deseable que los torturadores sean perseguidos por la Justicia y castigados, pero creo que en el caso de los torturadores de la época franquista hay motivos legales y políticos que lo hacen imposible. En otras palabras: para juzgar a los que torturaron en España en los años 60-70 deberíamos renunciar a valiosos principios jurídicos y traicionar un valioso legado político.

Si he empezado con este párrafo no ha sido sólo para dejar clara mi opinión desde el principio, que también, sino para tener una prueba directa de que es posible escribir algo así sin que te estalle la cabeza. Porque siguiendo por la prensa el caso de las peticiones de extradición de (presuntos) torturadores franquistas por parte de una juez argentina, empezaba a sospechar lo contrario. El relato  que muchos izquierdistas fetén elaboran aprovechando este caso, de un modo más o menos explícito (véanse por ejemplo los comentarios a esta noticia) es el siguiente: la democracia española es una democracia incompleta porque estas violaciones de los derechos humanos quedaron impunes y, si los torturadores finalmente no son extraditados (no lo serán) y puestos en manos de la Justicia argentina, se confirmarán las simpatías franquistas del PP y España estará violando la legalidad internacional. Yo creo que este relato se debe a la ignorancia, en el mejor de los casos, o a un interés irresponsable en deslegitimar  nuestras instituciones, en el peor. En lo que sigue explico por qué.

Mi argumento es el siguiente: esas torturas no pueden ser juzgadas porque son delitos que han prescrito y que además fueron amnistiados con la Ley de Amnistía de 1977.  Este sencillo argumento es atacado siguiendo dos líneas, una (digamos) jurídica y otra política.  La línea jurídica de ataque es que "las torturas franquistas son crímenes de lesa humanidad y como tales no pueden prescribir". Esta confusión, alimentada por juristas de más prestigio internacional que nacional, se apoya en el hecho de que algunos crímenes franquistas de la Guerra Civil y la inmediata posguerra encajan sin duda en la definición de crimen contra la humanidad (si bien, al ser crímenes anteriores a esa definición, no podemos aplicársela por el principio de irretroactividad - tan popular últimamente por la sentencia del TEDH sobre la doctrina Parot). Sin embargo, las torturas franquistas en los años 60-70 difícilmente son crímenes de una gravedad suficiente como para merecer esa consideración. Para entenderlo, basta pensar que en esos mismos años ocurrieron violaciones de los derechos humanos comparables en Portugal,  Sudáfrica o en los regímenes comunistas de la Europa del Este que nadie considera crímenes contra la humanidad (distinto es el caso de lo ocurrido en Chile y en Argentina en los 70, pero es que allí fueron a una escala mucho mayor). Esta línea, en definitiva, no se sostiene.

La segunda línea de ataque, la línea política, me parece aún más discutible. Para algunos, los torturadores han de ser juzgados porque la amnistía que les ampara fue una intolerable imposición del régimen anterior y debe ser derogada. Si dejamos de lado el hecho de que incluso si dicha ley fuese derogada esos crímenes habrían prescrito, de modo que para juzgarlos habría que recurrir a la aberración jurídica de aplicar retroactivamente una extensión de su plazo de prescripción (algo que permitría también, llevando la idea al absurdo, juzgar a algún valiente abuelo que hubiera plantado cara al régimen franquista tras la Guerra Civil), para hacer esta afirmación hay que ignorar las circunstancias en las que dicha ley fue aprobada. Pero basta leer la wikipedia para saber que la Ley de Amnistía fue aprobada con un amplio consenso y con el apoyo de la mayor parte de la izquierda parlamentaria incluyendo el PCE, en un ejemplo más de su ejemplar altura de miras durante la Transición (aunque sus herederos ahora no parezcan recordarlo).  El entusiasta discurso que pronunció Marcelino Camacho en las Cortes explicando el voto afirmativo del Partido Comunista  permite entender el ánimo con el que la ley fue acogida por gran parte de la militancia antifranquista.

Así pues, derogar la Ley de Amnistía no sólo sería un ejercicio inútil para el propósito de juzgar a esos torturadores: supondría además traicionar el acto de generosidad de hombres y mujeres que sufrieron torturas y persecución pero que prefirieron sacrificar sus (comprensibles) deseos de justicia a cambio de lograr la reconciliación nacional. Fue un acto de pragmatismo, una cualidad sólo accesible para aquellos que entienden que hay ocasiones en las que sólo podemos optar por una solución que satisfaga parcialmente algunos de nuestros anhelos: quizás aquellos antifranquistas sabían más de la vida que los nuevos antifranquistas del iPad. Y gracias a esa ley se pudo construir una democracia que puede que tenga defectos, como todas, pero es totalmente homologable con el resto de las democracias europeas (algo que, amigos de la matraca de la democracia formal, no es una mera formalidad: basta repasar la evolución de todos los indicadores de desarrollo de España en los últimos 35 años). Una democracia, en definitiva, en la que ya nadie es juzgado por el bando en el que pelearon sus padres o sus abuelos, a diferencia de lo que ocurría durante los grises años de Franco. Quizás sea hoy un buen día para recordarlo.




(Cuando terminé de escribir estas líneas, con la intención de que aparecieran hoy, supe de la muerte de Mandela. Ojalá algunos de los que elogiarán hoy su imponente legado político y su lucha por la reconciliación en Sudáfrica dediquen un rato a reflexionar sobre la historia reciente de España).